El río Ebro.

 

El río Ebro, el padre de toda la península a la que dió nombre, no podía sustraerse al antiguo influjo de la leyenda. Ya los romanos lo deificaron, personificándolo en un númen sobrenatural conocido como el Flumen Hiberus, según una lápida que se conserva en el Museo de Tarragona. Es lo habitual: fuentes, lagos y ríos fueron en la antigüedad objeto de adoración y de prácticas rituales asociadas a la fertilidad. Para nuestros antepasados -y todavía para algún coetáneo que mantiene viva la memoria legendaria- los cursos de agua están poblados de seres de otros mundos y deidades protectoras: ninfas, náyades, lamías o lainas, fadas y donas d'aigua, xanas...

Una leyenda sobre el origen de los Pirineos asegura que cuando Heraklés o Hércules, hijo de la diosa Hera, prendió una gigantesca pira para quemar ritualmente el cuerpo de la difunta ninfa Pyrene, las piedras se deshicieron y licuaron, y desde las montañas se convirtieron en ríos de oro. A partir de entonces, los ríos de los Pirineos fueron hollados en distintas etapas de la historia por buscadores convencidos de que en su cauce podrían hallar el rico metal. Alguno de los ríos todavía conserva un nombre asociado a esa antigua creencia, como el río Aurín.

También el río Ebro fue, para algunos estudiosos bíblicos, la vía que siguió el nieto de Noé, Túbal, tras el Diluvio Universal, después de que las aguas comenzara a descender y se pudiera hacer pie en alguna cumbre pirenaico. Poblaciones de la ribera del Ebro como Velilla de Ebro, Gelsa, Pina, Escatrón, Sástago, Caspe, Zaragoza o Tarazona aparecen en ocasiones señaladas como colonias fundadas por Túbal. Pueblos y razas asociados a los ríos hay muchos, pues de siempre han sido los cauces canales de comunicación y colonización. Uno de ellos, el río Gallego, Gallego en aragonés, toma su nombre del camino de los Galos, vía de penetración en tierras aragonesas de la cultura celta proveniente de Francia, y camino de comunicación hacia los Pirineos de los pobladores romanos.

El periodista y estudioso del río Ebro José Ramón Marcuello, ha recopilado numerosas leyendas con un denominador común: la aparición de imágenes de vírgenes y santas flotando sobre las aguas del río Ebro. Así ocurre con la de Nuestra Señora de la Ola en Penseque, Santa Madrona en Riba roja, Santa Paulina en Asco, Santa Susana en Amposta o Santa María de la Muela en Tudela. Y también imágenes de cristos y crucifijos: el de Gallar, la Santa Cruz de Tudela o el Cristo de Tolosa.

Ahora bien, si hay un objeto milagroso por excelencia que adquirió virtudes sobrenaturales gracias a su aparición sobre las aguas del Ebro, ese es sin duda, la campana mágica de Velilla. Apareció navegando a contracorriente, fue sacada y colocada en el campanario de San Nicolás y, a partir de entonces, tañía sin que nadie la tocara, para anunciar grandes tragedias y sucesos. Hay también un curioso denominador común en algunas leyendas relacionadas con el Ebro: las historias de los decapitados. Debió ser costumbre arrojar las cabezas de los ajusticiados al cauce del Ebro, a juzgar por la abundancia de este tipo de leyendas. La cabeza del mártir Frontonio fue arrojada al Ebro, pero navegó contracorriente hasta la desembocadura del río Jalón y fue a parar a la Villa de Épila, de la que es el patrón. San Lamberto cruzó él mismo el Ebro, pero lo hizo con su propia cabeza recién cortada sujeta bajo el brazo, y fue a enterrarse en la cripta de la iglesia de Santa Engracia. Por último, Emeterio y Zeledón fueron mártires decapitados en Calahorra, sus cabezas fueron tiradas al río Ebro, flotaron hasta el mar, dieron la vuelta a la península, y aparecieron en la playa del Sardinero, en Santander, de donde son patrones. Y sobre gentes que van desde el río al mar, también se cuenta una leyenda de un hombre-pez que se lanzó al Ebro y apareció años más tarde en el mar Mediterráneo, historia muy parecida a la más famosa del hombre-pez de Liérganes, un cántabro aficionado a nadar que se lanzó al mar en San Sebastián y fue pescado mucho tiempo después en aguas andaluzas, con escamas en su piel y los dedos unidos por membranas. Pero el Ebro también sabe guardar los secretos de sus profundidades, que, a juzgar por la creencia popular -no así por las investigaciones geológicas-, son insondables al menos en un punto del cauce, concretamente junto a la tercera arcada del medieval Puente de Piedra, a orillas de la Basílica del Pilar. Se trata del temido Pozo de San Lázaro, una sima sin fondo conocido que se traga para siempre a los desgraciados que caen ahí. Y no sólo a raíz de accidentes, también los suicidas lo eligen como fatídico punto final para sus vidas, como sucedió en el siglo pasado a una pareja de enamorados que se arrojaron al Pozo unidos sus cuellos por el mismo pañuelo a cuadros, el conocido cachirulo Zaragozano.